Ana
Se llamaba Ana, y era una señorita.
Después de la toma de Badajoz por la Legión en agosto de 1936, la ciudad se llenó de heridos y Ana -Anita- decidió que era momento de ayudar en la medida de sus posibilidades. Se presentó en uno de los hospitales de campaña y puso sus manos a disposición de quien las necesitase, mirando solamente el sufrimiento y no la filiación del herido. En ese hospital estaba ingresado Rafael, que había perdido un brazo en el asalto.
Rafael era legionario. Siempre me han contado que, cuando vio a Ana, pensó que con esa niña él se habría de casar. También me han contado que Ana no le prestaba más atención que a otros enfermos, que en ningún momento dio pie a que el oficial legionario pensase que había algún futuro para sus deseos.
Pasó el tiempo y Rafael sobrevivió a la amputación de su brazo. Salió del hospital y Ana no supo más de él hasta que acabó la Guerra. Un día del verano de 1940, Rafael llegó al pueblo. Llegó vestido de oficial impecable, cargado de medallas, y llamó a la puerta de la casa de Ana, que ya casi no le recordaba. Me dicen que entró muy ceremonioso, que traía un paquete de café portugués y un poco de aceite, que habló largo tiempo con el padre y que, al final de la tarde, pidió permiso para pasear con la niña por el camino de los cipreses. En el paseo, Rafael pidió a Ana que se casara con él. Y Ana dijo que no, que no lo conocía lo suficiente. Rafael se fue, pero volvió al domingo siguiente, y al siguiente, y uno tras otro, durante casi cuatro meses. En Navidad volvió a pedirle matrimonio y Ana volvió a decir que no. Pero Rafael no parecía dispuesto a renunciar. No sé si serán exageraciones, pero siempre se ha contado en mi familia que el héroe legionario sacó su arma corta y apoyó el cañón sobre su propia frente:
- Si no te casas conmigo, me mato.
Ana acabó casándose con él. Por miedo, porque había pocas salidas para una muchacha en el año 40, por la presión de amigas y familia, porque, total, qué más quieres, si es un héroe de guerra con pensión garantizada. Por lo que sea, incluso porque algo de amor había nacido entre ellos, se casaron en la primavera de 1941.
Tras la boda, el traslado a Sevilla. Adiós a la familia y al entorno. Comienzo del infierno. Rafael era brutal. Jamás le puso una mano encima, es verdad, pero era seco, desconsiderado, despreciativo, egoísta. En poco tiempo nacieron los hijos: uno, otro, otro y otro más. Y el Infierno se fue poblando de gritos, bofetadas y correazos, mientras ella, la que un día fue enfermera de guerra, limpiaba las heridas físicas y morales de sus criaturas.
Los hijos fueron creciendo y las relaciones con el padre empeorando. Rafael parecía pensar que más que un hogar, el suyo era un cuartel en el que gobernaba con mano dura sobre una tropa que parecía rebelarse a la mínima. Y Ana observaba, callada, quizás por miedo a sufrir en carne propia lo que sus hijos varones tenían que soportar a diario, probablemente por no empeorar las cosas aún más, que nadie mejor que ella conocía al hombre que había sido capaz de ganarla gracias a una pistola.
El héroe legionario murió a finales de los 70. Recuerdo haber ido a su funeral y no ver a nadie derramar una lágrima por el difunto. Recuerdo a Ana en silencio, vestida de negro, junto a su hija. Me contaron que tras el entierro Ana volvió a casa y lo primero que hizo fue dirigirse a la vitrina del salón, abrir el cajón de arriba, tomar la pistola de la que un día se sirvió Rafael para arrancarle su palabra de boda, guardarla en una caja y llevarla a una comisaría cercana para que se deshiciesen de ella. Supongo que el día de la muerte de Rafael fue el día de la resurrección de Ana.
Desde entonces la he visto varias veces, siempre preocupada por unos hijos que al poco tiempo acabaron volviendo al hogar, una vez que el tiempo, la vida y la muerte hubieron acabado con el campo de batalla en que lo convirtió el héroe de guerra, caballero legionario.