Ando leyendo ahora la novela de este año de Mario Vargas Llosa,
El paraíso en la otra esquina. La compré con ilusión, que casi todo lo que viene del otro lado del charco me gusta, pero tengo que reconocer que no es lo que esperaba, al menos por ahora. No me entiendan mal, el oficio del autor queda claro palabra por palabra y la calidad le rebosa. El problema es que cuando leo algo de mis "monstruos" siempre espero que supere a lo anterior, y no es el caso, me parece que le falta la fuerza lingüística de otras de sus obras. De cualquier manera la novela resulta interesante porque aborda la figura de dos personajes que lo son y mucho: Flora Tristán, fundadora de la Unión Obrera allá por la mitad del siglo XIX y su nieto Paul Gauguin. Vargas Llosa va intercalando capítulos dedicados a uno y otro y creo que consigue de forma equilibrada apoyar la idea del título, la búsqueda de la felicidad, que en el caso de Flora Tristán depende del bien colectivo y en el de Gauguin de su propio bien.
En especial me están agradando los capítulos dedicados al pintor francés, montados cada uno de ellos en torno a un cuadro sobre el que giran algunos episodios biográficos en un intento de acercarse a una personalidad conflictiva marcada por el intento de huir de la rancia y burguesa Europa para encontrarse con algo más primigenio y puro.
Algo de lo anterior es lo que
ayer intentaba reflejar en la bitácora
Trans[T]extualidad al introducir la pintura
Manao tupapau y dos fragmentos de la novela: el paraíso para Gauguin, siempre según Vargas Llosa, estaba en la otra esquina, en el lado opuesto de la Europa que le vio nacer, y esta "oposición" no era, no es, exclusivamente geográfica, sino que afecta más bien a una determinada visión de la naturaleza, de la vida y de las relaciones entre las personas.