William Wyler dirigió en 1949
La Heredera, un drama estupendo sobre una niña tontita que se debate entre los hombres de su vida: su padre, que la ningunea y desprecia constantemente por no parecerse a la esposa muerta, y un joven guapetón sobre el que recae la sospecha de ser un cazafortunas.
La historia es un
dramón estupendo basado en la novela de Henry James
Washington Square, pero lo mejor de la película es, a mi modo de ver, la interpretación de los dos personajes jóvenes. Ella es Olivia de Havilland que, como es normal, hace de Olivia de Havilland, así apocadita, inocente, expuesta a todos los peligros de un mundo poblado de hombres lobo -¿no la recuerdan en
Lo que el viento se llevó? Pues igual-; él es Montgomery Clift que, la verdad, es un tío atractivo, pero de un atractivo suave, alejado del empacho de testosterona de otros guapos del cine.
La película se deja ver con agrado, aunque no es de esos clásicos que te dejan hora y media con la boca abierta delante de la pantalla. Entretiene y ofrece secuencias graciosas, no sé, el
lavadillo de gato que se da con una esponja la señorita De Havilland, por ejemplo, o la apariencia de
panoli de Mr. Clift con sus dos tacitas de ponche en la mano mientras contempla el baile frenético del caballero viejo y la jovencita a la que piensa pretender. Por supuesto también son impagables todos y cada uno de los gestos faciales de Olivia de Havilland...